Valencia, S. XV

La luz tintineante del cirio se fuerza por iluminar esta estancia en la que me encuentro, más la brisa del mar compite en su afán por dejarme en la más absoluta oscuridad. No levantaré falso testimonio al jurar que este lugar, convertido ahora en mi hogar, sea el que una joven honrada deseara para sí. Sin embargo, debo confesar que estas paredes hicieron de mi existencia un poco más llevadera hasta alcanzar un poder que, hoy, quiero enmendar tomando escrito de aquello que me aconteció hace mucho tiempo atrás.
Siendo yo niña perdí a padre y madre, arrebatados ambos de la vida como consecuencia de los bulbos y pestes que acontecieron en mí ya lejana tierra. Fue entonces que un hombre, un marinero de corazón inalcanzable, fue piadoso para conmigo. Era amigo de mi fallecido padre y, como si de una vieja cuenta tuviera que hacer frente y saldar su deuda, consintió que viajara en su navío. Vistióme con ropas de muchacho y ató mi cabello. Nadie en aquella embarcación dudó en tratarme como un huérfano más al que mandar trabajos de servidumbre. Durante una larga travesía limpié tanto cocinas como letrinas.
La vida en alta mar no es como la imaginé de niña. Tanto entonces como ahora mi vida sucedía en las costas de la mar. Veía a hombres fuertes y rudos embarcarse en enormes navíos para viajar a lugares que no creí jamás llegar a conocer. Sin embargo, durante aquella travesía descubrí el frío y húmedo océano. Ninguna luz era autorizada por un obsesivo temor al fuego, era un mundo de oscuridad anclado en alta mar. Solo la claridad que penetraba débilmente en las cubiertas daba una pizca de calor y portaban algo de luminosidad; pero si el tiempo no acompañaba las portas quedaban selladas convirtiendo los entrepuentes en tenebrosas y lúgubres estancias. Aquellas alcobas, si así pudiese llamarlas, se encontraban siempre abarrotadas de marineros sucios y confinados, era un lugar nauseabundo que jamás quisiera volver a recordar. La suerte o la desgracia hizo que mi cuerpo comenzara a cambiar haciendo de mi feminidad una evidencia tal, que hasta el más escéptico de los marineros votó por abandonarme en el puerto más cercano. De poco sirvieron mis ruegos a quien un día fue mi salvador. “Una mujer trae mala suerte en el mar”, decían.
Llegados al puerto de una de las ciudades más influyentes del mediterráneo hispano donde debían atracar para comercializar con telas y otras mercaderías, aquel hombre que un día se apiadó de mi alma repitió su galantería. De sus dineros pagó ropas a una anciana mujer que las telas trabajaba y dejó que desvistiera de muchacho para volver a ser una pequeña dama, o ello creí yo muy equivocada. Ya no era pequeña y pronto dejaría de ser dama. Tras vestir aquellas prendas de la que iba a ser mi condición, comprobé que los hombres ya no apartaban su mirada. La mantenían mientras yo permanecía con la cabeza gacha.
Así, el marinero me llevó de su lado mientras recorría calles, callejones y otras vías hasta llegar a una gran muralla que en medio de la ciudad se alzaba. En ella había un portal de gruesa madera, abierta donde nada impedía su entrada. Al pasar el umbral pude ver como si de otra ciudad se tratara. Un hombre salió a nuestro paso preguntando quien se adentraba en aquella ciudadela mientras me miraba con tez serena y expresión extraña helando todo mi ser. Tras apenas unas palabras, el hombre que parecía custodiar el lugar nos dio acceso y señas que el marinero siguió con paso firme y mi premura detrás. Vi casas cubiertas de lindos colores que sus ventanas y entradas adornaban con flores y plantas. Algunas mujeres hablaban en sus portales vestidas con vistosos trajes de sedas y pocos hombres salían de ellos, algunos galantes otros menos.
Al fin llegamos al destino, un hombre de cierta condición recibió con halagos al marinero. Ambos consideraron que esperara fuera, sentándome así en un banco de madera que custodiaba aquella casa. Por la ventana vi a ambos tomar vinos y otras viandas mientras reían y señalaban allá donde yo me encontraba. Pronto descubrí lo que me ampararía en un próximo futuro. Sendos salieron a mi encuentro, el marinero de mí se despidió y jamás supe de su ventura; mientras, el hostaler, con dulces señas, me invitó a que lo acompañara. No fue que sin recelo fuera, mas no tenía otra disyuntiva. Sola y desamparada. Tras aquel hombre fui y aproveché para seguir observando el que sería mi nuevo hogar. Me llevó ante una de esas casas bajas donde dos mujeres charlaban de manera animada. Ambas, al ver al hostaler, se levantaron con cierta vehemencia. Éste brindó a una de ellas que marchara mientras me entregaba a la otra para que de mí fuera custodia.
Recuerdo aquel primer día en una casa extraña donde una mujer de pecho voluminoso y anchas caderas me sonreía de forma maternal. Dejó que pasara la primera noche junto a ella, sin apenas mediar palabra sentí su brazo rodear mis hombros cuando las lágrimas brotaron de mis ojos en la noche, aun cuando creía que ella dormía. Siseó algo en una lengua extraña para mí e intuí que me tranquilizaba a su manera y así terminé rendida en un profundo sueño.
El amanecer llegó a pesar de mi negativa por verlo. Desperté sola en el lecho pues la mujer de instinto maternal se encontraba ya calentando leche y tostando pan para que ambas pudiéramos desayunar.
—Bon día! —saludó con la misma sonrisa del día anterior. Mi rostro debió anunciar por mí que no entendía aquella lengua, por lo que la mujer repitió ya en castellano—. ¡Buenos días!
—¡Buenos días! —contesté.
—Ayer, don Jaume, no nos presentó. Mi nombre es Marieta, pero todos aquí me llaman Mare[1]. —Sonrió. — Supongo que por el tiempo que llevo aquí. El resto de Mulleres[2], vinieron más tarde o se fueron antes. Y tú, querida, ¿cómo te llamas?
Mare sirvió el desayuno en la mesa mientras intentaba que yo fuera capaz de pronunciar alguna palabra. No debía sorprenderle mi actitud, pues se mostraba paciente y amable a pesar de mis incesantes silencios. Aun no comprendía que se esperaba de mi persona, ni por qué en aquel lugar apartado de la ciudad, donde solo mujeres de desconocida ocupación vivían, había sido abandonada una vez más.
Unos golpes se oyeron desde la puerta, suaves en un principio, más bruscos al acabar. La dueña del hogar corrió a abrir la losa para dar entrada a quien llamaban don Jaume. No parecía encrespado como podía darse a entender tras los golpes, no obstante, la muller se apartó con premura para darle paso. El hombre quedó mirando hacia donde me encontraba con rostro lleno de incertidumbre. Se le veía altivo en mi presencia, pero como cordero ante mi anfitriona a quien sonreía de manera desmesurada y hablaba con susurros roncos, como un animal que, por extraña razón, desease ser devorado por su cazador. Tras la breve conversación, de la que poco o nada pude escuchar, la dama del hogar me invitó a dar paseos por el barrio y descubrir las calles que serían mi nuevo arrabal.
Salí en silencio, como había acostumbrado ya, mientras escuchaba las risas y gruñidos que dejaba atrás. Aun no comprendía esa relación que une a hombres y mujeres en lujurias y amores prohibidos, pero el tiempo corría pronto en su favor y haría que descubriera ciertos placeres en ocasiones y, en otras, mi tortura.
No pasaron más que unos días, apenas llegó a la decena, donde veía entradas y salidas de hombres que visitaban a las mujeres que habitaban aquel extraño lugar, cuando comprendí de sus servicios. Ya mantenía breves conversaciones con Mare y ésta había explicado que, hasta cierto punto, eran mujeres libres que por acontecimientos de la vida habían decidido huir hasta llegar adonde se encontraban hoy. Que no debía temer por los hombres que buscaran de mi compañía pues pocos serían aquellos que no fueran de buena cuna, que si fuera astuta comprendería como conseguir favores como lo había hecho ella.
Descubrí que Mare, era la única mujer hostelera del lugar. Que todos en aquel sitio respetaban, confiaban y atendían sin reproches ni otros males.
Así llegó una tarde en la que, tras ir a por recados ordenados por mi protectora, encontré una inesperada visita en mi regreso. Allí, en la tosca mesa de madera, se hallaban dos hombres, padre e hijo al parecer. El joven no parecía mayor que yo misma, estaba cabizbajo y con la mirada perdida, hasta que escuchó a Mare llamarme y obligarme a unirme a la charla. Aquellos ojos se posaron en los míos inundándome con su calor, eran castaños, profundos y mostraban cierto temor, el mismo que con toda probabilidad mostrarían los míos. Ninguno dimos cuenta del asentimiento que mostraban hostelera y padre, quienes debieron pactar un precio antes de marchar.
Esa misma tarde, Mare me trajo ropas nuevas, más suaves y que detonaban cierta provocación a la que aún no estaba acostumbrada. Soltó mi pelo y me mostró ante un gran espejo que guardaba en su alcoba. La seda caía suave mostrando las curvas que no creía poseer. Una sugerente cadera que dejaba atrás mi fina cintura y hacía de mi escote aún más incitante si cabía. Quemó el vello que cubría mis piernas para perfumar mi cuerpo después con aromas traídos de lugares lejanos que ciertos hombres le habían regalado por su buen servicio, y terminó su quehacer con un toque floral en mi cabello. No calzó mis pies ni cubrió mi intimidad bajo las ropas. Me miró como solía hacer, con su gesto maternal y su tierna mirada.
—Hoy, mi niña, te harás mujer. —Breves palabras que afianzaron aún más si cabe mi azoramiento ante lo venidero.
No tardó en llegar la visita que tanta alegría aportaba a Mare. Un par de suaves golpes en la entrada dieron el aviso y Mare no tardó instante alguno en darles entrada a quienes recién habían de solicitarla. Escuché desde mi adornada alcoba, llena de flores que embriagaban con su aroma la estancia. Si no fuera por lo que tanto temor me ansiaba, hubiera disfrutado aun más de aquellas galas.
Escuché sus voces, el hombre que acompañó al joven muchacho la última vez y otra voz más suave, aunque también masculina. Fue escaso el tiempo que tardaron en escucharse los pasos que ascendían hasta donde me hallaba. Recordé entonces lo que Mare me había aconsejado tan solo unos momentos antes y me senté en mi lecho, con piernas cruzadas que dejaban ver más allá de los tobillos desnudos y me recosté con las palmas de las manos apoyadas sobre la suave tela que cubría el catre.
Miré hacia el umbral de la puerta a tiempo de ver como Mare daba paso al joven de la mañana. Sentí sus ojos escudriñando mi rostro para después recorrer mi cuerpo con sumo descaro. La vergüenza del último encuentro en el que nuestras miradas se cruzaron por primera vez había desaparecido. En su lugar, una mezcla de deseo y capricho invadió su rostro. Aquella expresión hizo que cambiara mi postura provocadora y desenfadada para levantarme y huir instintivamente hacia la pequeña ventana que iluminaba, con cierta discreción, la estancia.
—No me temáis, os lo suplico —dijo el joven con una sonrisa encantadora—. Me llaman Rodrigo, ¿y a vos?
—Isabel. —Conseguí responder casi en susurros.
Rodrigo se acercó para tenderme su mano, por alguna razón decidí confiar y con un suave tirón consiguió acercarme a él, y sus ojos lograron apoderarse de los míos.
—Sé que soy el primero que se deleitará de tu esencia. Mi padre ha dado buena suma por ella. —Esperó, quizás para asegurarse de que le prestaba mi atención—. No debéis temerme, no sois la primera para mí —No comprendí hasta muchas jornadas después por qué suavizó su postura mientras hablaba—. No mal interpretéis mis palabras, ninguna es como sois vos. Son damas de alta cuna y con doble semblante. Doncellas, muchachas que no poseen ni la decencia ni el valor de hacer de su lujuria vuestra profesión.
Aún no había soltado mi mano y así aprovechó para llevarme hasta el lecho donde junto a mí se sentó. No apartó su mirada de la mía en ningún momento, ni su mano soltó de la mía. Se acercó con prudencia, observando mi reacción temblorosa. Sonrió con la misma dulzura y sus labios pronto se encontraron con los míos. Dejé que Rodrigo dirigiera cada paso y caricia. Su tacto era cálido e iba recorriendo la línea de mis ropas hasta descubrir el punto exacto que las desanudaba. No dejó de besarme mientras la seda caía dejando mi cuerpo desprotegido. Fue entonces cuando apartó labios y mirada para pedirme que me alzara ante él. Con cierto temor obedecí. Noté mis ropas desprenderse de mi cuerpo y observé con timidez su rostro, quería saber si lo que él veía era de su agrado.
—Eres muy bella, Isabel —susurró mientras volvía a atraparme en su abrazo.
Una reacción que no sabría explicar me empujó a ayudarle a quitarse sus ropas. Su piel era tersa y morena, cálida. Rodrigo volvió a besar mis labios, un ardor repentino recorrió todo mi cuerpo haciendo que temblara aún más. Mientras me dejaba caer, amparada por los brazos de aquel joven que con cierta destreza se colocó sobre mí. Sus caricias y besos continuaron recorriendo cada poro de mi tembloroso cuerpo hasta llegar a mi intimidad. Entre el placer y la angustia me encontraba cuando sentí acceder su dura masculinidad en mí.
Tras aquel primer encuentro, Rodrigo vino a verme en reiteradas ocasiones. Durante aquellas visitas, el tiempo corría en mayor medida. No solo esperaba de mí una relación de intimidad, también compartíamos charlas y recuerdos de tiempos pasados. Sin apenas darnos cuenta, nos encontrábamos sentados en el lecho, apoyada en su regazo mientras él acariciaba mi piel desnuda y nos sumergíamos en animadas conversaciones. Él contaba hazañas de empresas vividas, mientras preguntaba por mi niñez y las desventuras que me habían llevado a él. Rodrigo parecía desconcertado e intrigado a la par, más cuando supo de lo vivido en alta mar.
Poco a poco, esos encuentros se convirtieron en algo más. Mi corazón albergaba la ilusión de verlo cada vez en mayores ocasiones y, de sobra sé que él sentía el mismo pesar. El infortunio de la vida hizo que me quedara encinta y, aunque ambos nos encontramos en un estado de júbilo y creímos que sería un Don de nuestro Señor, lo cierto fue que nadie más lo compartió.
Rodrigo dejó de visitarme, nunca más supe de su proceder. En su lugar, un padre enojado esperó a que el milagro se obrase y me arrebató al niño de nuestro amor. Quedé en una profunda oscuridad, pero juré que volvería a encontrarle. Aquel niño era mi prueba de pasión y mi razón de vivir.
Dejé que otros hombres yacieran conmigo, aprendí a darles aquello que buscaban hasta que solo los más poderosos podían pagar mis servicios. Pronto, Mare comenzó a encomendar en mi persona sus quehaceres hasta que pude comprar mi propio hogar dentro del burdel. Me convertí en la muller más poderosa de aquel lugar. Hombres y mujeres venían a mí en busca de favores y trabajos. Conseguí un poder que ni los dineros pueden dar, conocía sus secretos. Los secretos de los hombres más poderosos de la ciudadela y de tierras lejanas.
Así descubrí donde os halláis, hijo mío. Y hoy, en mi lecho, donde la vida se me escapa, os escribo esta misiva y, junto a ella, os mando cuantos dineros puedo poseer. Sé que vuestro vivir tras los muros del monasterio está siendo fructífera, que aprendéis de lecturas y escrituras, pero siendo hijo de quién sois jamás prosperareis en su orden. Por ello, en la presente, os revelo el apellido de la sangre que os recorre y mando estos dineros. El sello que adjunto a esta epístola porta el emblema de vuestro predecesor.
Perdonadme, hijo mío. Siempre os llevé en el corazón.
Deja una respuesta