Comparto con vosotros un pequeño relato a razón del concurso literario de Zenda donde las heroínas son las protagonistas.
Vítores y gritos de alarma recorrían las calles sin descanso ni tregua. Hombres y mujeres quedaban dispuestos bajos las órdenes de quienes el mando tomaban en desesperada actitud ante el ejército que les sitiaba. Habían oído hablar de él, de sus hombres uniformados, de aquellos soldados imperiales que habían sido instruidos para arrebatar la vida y las tierras de aquellos infelices que habían tenido la torpeza de ofrecerles asilo.
Decían que en la capital los ciudadanos habían salido sin miedos ni temores a luchar con cuanto tuvieran en sus hogares, daba igual trabucos que puñales, fusiles que espadas, pantalones que faldas.
Decían que habían caído centenares de franceses que en formación avanzaban hacia locales y fuertes, no importaba que fueran infantes, caballeros o artillería, que fueran soldados, oficiales o gallardías. La orden estaba dada y los imperiales así avanzaban.
Decían que en las aguas de los abrevaderos se formaban ondas al paso orquestado y certero de aquellas tropas francesas que de su uniforme hacían ostentación. Y, según narraban algunos, no era el derecho lo que movía aquel ejército, sino el deber de ver fuerte a su nación.
En aquellas vicisitudes se encontraban cuando de las murallas un aviso constante hizo presencia, ya estaban aquellos gabachos cerca. Comenzaron los ataques, las luchas, los fuegos y escaramuzas. La misión estaba clara, todo dependía de las murallas. Aquellas eran su escudo, su vida, su adarga.
Observó entonces María que el tiempo apremiaba, que las mujeres ofrecían poco o nada, que los hombres hasta la última gota de su sangre luchaban. Los franceses avanzaban, sin tregua, aquella era su estrategia. Un enorme regimiento de innumerables soldados instruidos y curtidos en batallas tales como lo fueron soldados españoles en las tierras de Flandes. Mas hubo quien dijo en una ocasión que somos tan valientes los españoles que, hasta sus mujeres saben pelear.
La munición comenzaba a escasear, los hombres empezaban a flaquear, el ánimo iniciaba su decadencia en el afán por luchar. Así fue, como María, una de aquellas mujeres que con sus manos intentaban ayudar, gritó a quien la quisiera escuchar:
—Señoras, ha llegado así nuestra hora. Ayúdenme a encontrar hierros y forjas de los que poder extraer metrallas y otros usos para nuestras murallas defender.
Sucedió que las mujeres y algunos hombres, arrancaron de las viviendas las barras y barrotes que las ventanas protegieran, arrebataron a los carros sus ruedas y de ellos consiguieron los hierros que necesitaban. Aquellas señoras que de alta cuna se consideraban, hicieron aquello que mejor se les daba. Cosieron. Cosieron sin descanso para crear sacas en las que ingresar los restos y fragmentos de las forjas destrozadas para guarnicionar las piezas de una artillería que ya escaseaba.
La noche fue dura, la jornada intensa; pero la victoria anhelada fue, al fin, algo más que una presencia. Los franceses retrocedieron, dejaron tranquila la plaza y, la capital levantina, entre vítores y gritos de alegría despertaba.
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