Relato: El milagro de Empel

Nuevo relato. Hacía ya tiempo que no compartía un relato en toda regla, uno de esos que se alargan más allá de una publicación en redes sociales. Hoy he recordado que tenía éste guardado desde hacía más de un año y hoy es el día que decido compartirlo. Espero que os guste:

RELATO: EL MILAGRO DE EMPEL

—¿Ya se marcha, mi amado soldado? —María yacía aun sobre el lecho que había
presenciado durante la noche la lujuria y el deseo.
—Mi hermosa dama, más quisiera yo quedar junto a vos en lo que la vida reclama; pero
las órdenes, órdenes son y debo cumplir con cuanto se manda. —Sancho dejó sobre la
mesa el pago convenido por los servicios prestados, más una pequeña suma por gracia y
cierto sentimiento hacia la joven que había permanecido en su recuerdo en los arduos días
de batalla—. Quizás los designios del señor hagan que nos volvamos a encontrar, pero si
no fuera así, espero que recuerdes a este siervo y viejo soldado como el hombre que un
día fui.
Vistióse sus ropas y ciñó su arma y, antes de salir de aquella alcoba, comprobó que
portaba consigo su posesión más preciada: los papeles de los servicios. Sin ellos jamás
podría demostrar su valía y condición, por más emblemas que llevase.
En la hermosa ciudad de Toledo le esperaba el muy ilustre cardenal arzobispo don Gaspar
de Quiroga quien, en tiempos pasados había corrido aventuras de infantes con su ya
fallecido padre. El pobre hombre había enfermado mientras Sancho batallaba por tierras
de Flandes, quien recibió noticias ya pasado el velatorio y entierro. Rezó por su alma,
pero no pudo llorar su pérdida.
Caminaba ya agotado por la distancia que separaba su Madrid natal con la ciudad
toledana. Escuchó entonces el sonido inconfundible de los cascos que arrastran tras ellos
un pequeño carro de ruedas ya gastadas. Sancho se apartó a un lado con paso flemático
pues, ni tiempo ni ganas tenía ya mas que de llegar a su destino.

—¿Dónde vais, amigo? Parece que lleva, vuesa merced, jornadas enteras sin descanso.
—Sancho observó al hombre que le hablaba. Un mercader, sin duda. No habló y dejó que
éste se aproximara—. ¡Pardiez! ¿No me digáis que sois soldado? ¿De los Tercios, tal vez?
—Sí. —Fue la única respuesta que obtuvo el mercader.
—Noble señor, ruego disculpe mi tratamiento, no soy más que un pobre campesino que
viaja a portar patatas a la ciudad de Toledo. Si quisiera vuesa merced que le lleve, será un
honor para este pobre hombre.
Sancho observó de nuevo al conductor de aquel carro ya castigado, sin duda por la ingente
cantidad de viajes portados.
—Me llaman Vicente —sonrió el campesino—. Vamos, deje que le lleve.
Subió el soldado al carro sin mediar palabra alguna y dejó que aquel hombre contara sus
venturas y desventuras. Los años alejado de España habían conseguido arrebatarle su
cordialidad, ya no era hombre de risas y juergas. La sencillez con la que otros entablan
conversación suponía un espinoso recuerdo de lo que un día fue.
Llegaron al fin a la afamada puerta de la ciudad. Sancho quedó sorprendido ante la
grandeza de aquella construcción que salvaguardaba la entrada a través de sus murallas.
—Grandiosa, ¿verdad? —susurró Vicente al ver el rostro del soldado—. Puede que vea
demasiados cambios en su regreso.
Bordearon la muralla hasta arribar a la puerta por la que mercaderes y viajeros daban
cuentas antes de ingresar en la ciudad. Vicente subió por las calles pedregosas y Sancho
observaba cada rincón de aquél maravilloso lugar olvidado ya en su memoria.
—Le dejaré aquí, noble señor, esta plaza es el corazón mismo de la ciudad y desde ella
podrá vuesa merced escoger el camino que le lleve a su destino.
—Gracias —dijo Sancho al fin.
—Sea con Dios —contestó Vicente antes de arrear al caballo.
El recién llegado observó a su alrededor. Demasiadas gentes. Demasiados ruidos. Atinó
al escoger una de las calles que creyó recordar de las directrices recibidas. Anduvo ajeno
a las miradas de quienes curioseaban al ver a un recién llegado de Flandes.
Solo cuando sus pasos le llevaron al lugar que debía hallar se dignó a mirar más allá de
sus propios pasos. El edificio era alto, mas no cuanto esperaba. Golpeó la puerta de
madera con cierto decoro al principio, con mayor contundencia después.
—¿Quién va?
Escuchó que alguien preguntaba desde el interior.
—Me llaman Sancho de Mendoza, venerable señor, y he sido mandado buscar por el
ilustrísimo señor cardenal y arzobispo don Gaspar de Quiroga.
Las puertas se abrieron dando paso a un clérigo de avanzada edad que le observaba con
prejuicio o desconfianza.
—¿Quién decís que sois?
—Soy Sancho de Mendoza, Capitán de los Tercios, llamado por orden y gracia de su
ilustrísimo señor cardenal arzobispo don…
—Sí, ya, Gaspar de Quiroga —dijo el clérigo agitando una mano y asintiendo a su vez—
. ¡Rapaz! —gritó hacia el interior. En breve un muchacho salía a su encuentro—. Manda
aviso a don Gaspar y dile que quién espera ya ha llegado al fin.
El muchacho salió disparado alejándose calle abajo y desapareciendo a los pocos pasos
tras una de las casas. Sancho miró entonces hacia el portal donde instantes antes se
encontraba el viejo clérigo, pero allí ya no había nadie. La puerta, sin embargo, seguía
abierta.
Con cautela se dispuso a entrar. Era una estancia sin aberturas que dieran paso a la luz,
sin embargo, estaba bien iluminado gracias a los cirios y lámparas encendidas que
desprendían un fuerte olor a cera y aceite. Observó a su alrededor, la iglesia en nada
desmerecía a las vistas en otros lugares dejados atrás. Frente a él, una talla de la cruz
presidía la estancia. Sancho apoyó su mosquete en la pared, se santiguó y arrodilló. Su fe
marchaba y regresaba tan veloz como el muchacho que vio correr calle abajo, pero rezar
era como hablar con un amigo que le escuchara sin juzgar. Rezar era una liberación que
limpiaba su alma y conseguía que la razón no se perdiera con el clamor de las armas o la
lamentación de los hombres.
—Gracias, Dios, por tu misericordia y bienaventurados los hijos de los hombres que se
amparan bajo tus alas.
Sancho se levantó al escuchar aquellas palabras y viró sobre sus botas sabedor que quien
allí se encontraba era, no solo el viejo amigo de su difunto padre, sino uno de los hombres
más poderosos de la Santa Iglesia.
—Ilustrísimo cardenal arzobispo de Toledo don Gaspar de Quiroga, sea aquí un siervo de
Dios y la Corona —dijo Sancho acercándose hasta don Gaspar y aceptando la mano que
éste le entregaba. Besó el sello cardenalicio y esperó a que le dieran permiso para alzarse
de nuevo.
—Levantaos, Capitán, he oído grandes relatos de vuesa merced —sonrió—. Y hay cierto
milagro del que dicen que sois testigo.
—¿Milagro?
—¿No estuvisteis en ese lugar que llaman Empel?
—Sí, ilustrísimo cardenal.
—Y, ¿no fue en aquél lejano lugar donde los rezos salvaron la vida de los Tercios viejos?
—Sí.
—Entonces, Capitán, será un milagro. ¿O no está vuesa merced en acuerdo con este viejo
cardenal?
—Ilustrísimo señor, jamás osaría renegar de la misericordia de Dios en campo de batalla
y fuera de él.
Bien sabido era por el soldado de Flandes que don Gaspar de Quiroga no ostentaba aquel
cargo por su bondad y buen hacer, pues tan solo unos años atrás había sido nombrado
inquisidor general y pasado a formar parte del Consejo de Estado. Aquel hombre de Dios
podía ser el mayor de sus enemigos o su mayor valedor, tan solo una línea, excesivamente
fina, separaba a ambos.
El cardenal se dirigió hacia el interior de aquella pequeña iglesia con intenciones de
preceder a su invitado hasta la sala en la que habían dispuesto vino y viandas varias. Don
Gaspar de Quiroga se sentó en la silla presidencial y demandó al capitán a sentarse a su
diestra.
—Ilustrísimo Cardenal. —El viejo clérigo que abriera las puertas antes, entraba en aquel
momento en la estancia—. Ha llegado el noble señor don Doménikos.
—¡Estupendo! Hágale pasar, hermano.
Sancho vio aparecer a un hombre de rostro sombrío, de ropas oscuras y actitud extraña.
Se sorprendió al ver sus manos manchadas a pesar del lustro de su atuendo.
—Estimado amigo, le presento a vuesa merced el noble señor don Doménikos, pintor de
la Corte y buen servidor de Dios. Viene de las tierras de Pitágoras o Sócrates, de ahí que
le hayan apodado como “Greco”. —El hombre asintió, mas no articuló palabra ni
expresión alguna—. Siéntese. Acompáñenos. Él —dijo refiriéndose en esta ocasión al
capitán—, es un hombre de honor que ha luchado con valentía en Flandes, hijo de un
viejo amigo.
—¿Se encuentra, noble señor, trabajando en nuevos encargos? —preguntó Sancho que,
por la expresión del pintor, dedujo que poco comprendía de cuanto había pronunciado.
—No os preocupéis, es el latín el que nos une. Don Doménikos acaba de obtener el
permiso para pintar el aclamado entierro del Conde de Orgaz. ¿Conoce, vuesa merced, la
historia de este noble?
—Siento responder que no, ilustrísimo cardenal.
—Sigue Dios siendo misericordioso con este viejo cardenal, pues sabido es del placer que
profeso a las grandes gestas y la historia. —Se veía, pues, el cardenal con clara alegría al
poder mostrar a su invitado una historia que no sabía—. Don Gonzalo Ruiz de Toledo,
señor de Orgaz, era uno de los nobles más queridos y apreciados por las gentes de Toledo.
Fue el cabeza de las poderosas familias que durante los siglos XIII y XIV dirigieron los
destinos de Castilla. No obstante, su carácter piadoso y devoto llevó su existencia por
caminos más cercanos a los que menos tenían, siendo benefactor y protector de
fundaciones y órdenes religiosas, hasta su muerte, en 1323.
» Contribuyó en vida a numerosas causas, ¿sabe? Cedió casas a los padres agustinos,
restauró innumerables iglesias e, incluso, creó el hospital de San Antón. Su muerte fue
recibida por todos los toledanos con profunda tristeza, y muchos acudieron a esta Iglesia
de Santo Tomé a dar su último adiós. Es, como verá, de recibo que haya dado bendición
a un lienzo en su honor.
—Es, ilustrísimo cardenal, un verdadero enviado de Dios.
—No me halague, noble señor, no me crea tan crédulo y hágame el honor, si os place, de
contarme cuanto aconteciera en aquel páramo perdido de Dios.
—No sabría por donde comenzar a relatar tan cruenta historia.
—¿No sabéis o no queréis? —El silencio se apropió de la estancia. Sancho temía cometer
cualquier error que pudiera suponer un cambio en el rumbo de los acontecimientos que
se desarrollaban en aquel preciso instante—. Comenzad, pues, por el principio.
El cardenal tomó su copa de vino dando, así, permiso a los convidados a tomar también
cuanto gustasen con la precaución de no superar jamás a su ilustrísima.
—Con el permiso de su ilustrísimo cardenal arzobispo de Toledo —dijo Sancho antes de
comenzar a narrar cuanto aconteció el pasado diciembre de 1585—, quisiera contar esta
que no es solo historia mía, sino de tantos hombres que formaron las sesenta y una
banderas que conformaban los tres tercios de españoles. Lanceros, arcabuceros,
mosqueteros…
El cardenal, con un gesto de su mano, dio permiso con gran interés. Conocía bien el valor
de aquellos hombres, respondía ante las razones que los llevaron hacia tierras de Holanda,
pues su actividad como consejero de Estado suponía, además, el encargo de resoluciones
en nombre del rey de los negocios de Flandes.
—Han sido muchos años de campaña —comenzó—, demasiados. Serví a las órdenes de
los más gloriosos generales, pero fue bajo el liderazgo del muy ilustre Maestre de Campo
don Francisco de Bobadilla que marchamos hacia el norte de Brabante para sofocar
revueltas de aquellos que de nuestra Iglesia no son seguidores. Decían que los pueblos
católicos eran humillados y castigados y que de nosotros pedían socorro.
»Reunidos todos marchamos juntos bajo los estandartes del señor conde don Carlos de
Manselft y los coroneles de los tercios de las Españas que fueran Mondragón, Bobadilla
e Iñíguez. Mas hubo otro más que con su compañía de arcabuceros a caballo engrosara
nuestras filas y cuya compañía, por cierto, ilustrísimo cardenal, pretendo en esta visita.
—Recuerdo sus razones, capitán —confirmó don Gaspar de Quiroga—. Veamos primero
su relato y, después, sus papeles.
Sancho asintió.
—Anduvimos por jornadas completas hasta arribar al caudaloso río que llaman Mosa.
Aquél era cual enorme lengua de agua y corriente embravecida y allí, en las orillas de
aquella bestia mandó el conde acuartelar. —Tomo un sorbo de la copa y degustó el vino
servido antes de continuar bajo la atenta mirada de ambos—. En breve, casi sin darnos
tiempo de descansar y recuperar las fuerzas, quien fuera mi coronel, don Francisco de
Bobadilla fue ordenado a llevar a sus hombres hasta la isla que se vislumbraba desde el
asentamiento.
—Bommel. —Interrumpió para sorpresa de los españoles don Doménikos.
—Así es, señor —respondió el soldado—. Era una isla que no superaba el tamaño de una
pequeña región y que venía franqueada por otro rio más, también de aguas bravas y
caudalosas. Hasta cuatro mil hombres cruzamos las aguas para tomar la isla y mandó a
varios cubrir los muros que contenían las aguas de los ríos. Sabía don Francisco que
aquellos puntos eran clave, pues la mala maniobra de esta campaña podría inundar la isla
y llevarnos a todos al mismísimo infierno.
—¡Don Sancho! —Reprendió el cardenal al de los Tercios viejos—. Cuide vuesa merced
esa lengua que gastáis.
—Perdóneme, ilustrísimo cardenal, mas no es falta de fe, ni blasfemia, sino el temor de
soldados en la guerra. —El cardenal asintió mas no creyó, don Sancho, en cuanto sus ojos
vieran y juró en silencio cuidar sus palabras—. De regreso a la contienda, vuesas
mercedes, partió el conde hacia otros lares y dejó a don Francisco a la orden. Los rebeldes
que juntáronse en Holanda y Gelanda, se armaron y guarnecieron de muy buena
infantería. Debió crecer el ánimo entre quienes nos acorralaban al vernos encerrados en
la isla de Bommel, pues llegaron hasta doscientos navíos de diverso tamaño con intención
de eliminar a los Tercios del lugar. Mas ya saben que los Tercios españoles jamás pierden
y rara vez mueren.
El cardenal sonrió, empero Sancho no supo si por orgullo o vanidad.
—Presos en aquella isla nuestros ojos vieron como los rebeldes con su armada cortaron
dos diques junto a la villa de Bommel; pero aquel en el que nos encontráramos, entre Dril
y Rosan, no lo pudieron cortar, aunque lo intentaron por muchas y diversas partes. Fue
entonces que don Francisco mostrara su experiencia y valor repartiendo las guardias de
manera que, aunque los rebeldes arremetieran, encontraran resistencia de los españoles.
—Volvió Sancho a tomar vino para aclarar la garganta antes de proseguir con el milagro
que le había conducido hasta Toledo, mas pareció que el vino acallaba sus palabras y nos
las avivaba como debiera.
—¿Qué sucede, don Sancho? —preguntó impaciente el cardenal.
—Las batallas son difíciles de olvidar, ilustrísimo cardenal, pero los hombres tienden a
no rememorar el dolor. —Por primera vez en aquel encuentro, Sancho pudo ver en los
semblantes de los presentes el afecto comprensivo de quienes comparten pesar. Desvió
su mirada hasta la cruz que dominaba la sala, cerró los ojos y buscó el valor que se le
había escapado. “Por la memoria y el honor de quienes en Bommel perdieran la vida”,
pensó y con la decisión infundada desde su interior, prosiguió para deleite del cardenal—
. A continuación, y sin piedad, los rebeldes abrieron los diques que protegían la isla y la
tierra se cubrió de agua con la fuerza de una carga de caballería. Don Francisco ordenó
salvar las armas y correr hasta la altura de la isla.
»La batalla no había hecho más que empezar. El cansancio era nuestro peor enemigo,
pero estábamos decididos a no regalar la vida sin combatir hasta la muerte. Aquella
jornada fue más que cruel, fue despiadada hasta creernos abandonados por Dios. —
Sancho vio en la mirada del cardenal la acusación y la advertencia—. Ilustrísimo cardenal,
recuerde que solo somos hombres, soldados de nuestro rey, pero sin la fe de un siervo de
Dios como vuesa merced.
»El sol ya desaparecía cuando los fuegos de artillería y mosquetería comenzaron a llover
sobre nosotros. Mas deberán sentir, ahora sí, orgullo por nuestros Tercios al saberse que
aguantamos estoicamente hasta llegar la noche y he aquí, ilustrísimo cardenal y noble
señor, que acontece el milagro que esperan. La oscuridad ya rodeaba el alto del monte en
el que nos hallábamos replegados cuando devolvimos el fuego y los rebeldes se pusieron
en fuga.
»Sabíamos que el tiempo corría en contra y por ello fue que mandó don Francisco misivas
de socorro con uno de los soldados que cruzó las aguas con esfuerzo. En la mañana, hubo
respuesta del conde advirtiendo la desesperada hazaña de cargar con cincuenta pequeños
navíos contra los doscientos de los rebeldes.
» Llamó el Maestre de campo D. Francisco de Bobadilla a los Sargentos mayores de los
tres Tercios españoles, y les dio orden de armar nueve pleytas en las que embarcasen en
cada una diez picas, diez mosqueteros, quince arcabuceros y dos Capitanes escogidos de
entre los que formé parte. Los capitanes y soldados que los sargentos mayores ya habían
señalado para este efecto fuimos confesados y comulgados, como siempre que han de
pelear lo acostumbra los españoles, y conformados todos de morir o salir con tan honrada
empresa, esperamos la orden y momento en que habíamos de hacer el efecto.
»Mas no hubo momento. Los rebeldes, en su supremacía, arrebataron la vida a cuantos
en las pleytas embarcamos. Solo unos pocos afortunados salvamos los cuartos y
regresamos a la isla.
»La batalla estaba ya perdida. Hambrientos, con las ropas raídas, empapados y hasta con
fiebres, fuimos rodeados por todos los frentes.
—¡Por Dios! —exclamó el cardenal—. Debo confesarle, señor Sancho, que esta historia
suya despierta en este viejo clérigo temores que jamás creyó en su haber. Dígame que
pronto salvaron la vida y que no hubo más temor en sus hombres.
—Solo quedaba morir como héroes y dejar nuestra huella para los libros de historia —
sonrió—. Mas en la mañana siguiente, cuando la sentencia parecía dada, un joven piquero
que se encontraba haciendo un hoyo en el dique para resguardarse debajo de la tierra del
mucho aire que hacía y de la artillería que los navíos enemigos disparaban, a las primeras
azadonadas que comenzó a dar para cavar la tierra saltó una imagen de la limpísima y
pura Concepción de Nuestra Señora, pintada en una tabla, tan vivos y limpios los colores
y matices como si se hubiera acabado de hacer.
—He ahí el milagro —dijo el cardenal ya más animado.
—Sí, ilustrísimo cardenal. He ahí el milagro que salvó nuestras vidas y la fe de quienes
ya la creíamos perdida —confesó Sancho—. La imagen fue puesta en pared de una iglesia
que parecía esperar a que ésta fuera avistada. El Padre Fray García de Santiesteban hizo
luego que todos los soldados le dijesen un Salve, y continuarlo muy de ordinario. Este
tesoro tan rico que fuera descubierto debajo de la tierra fue un divino nuncio del bien que,
por intercesión de la Virgen María, esperaba en su bendito día.
»El gozo fue tal que ni el hambre se sentía ya en nuestras tripas. Tal fue así que don
Francisco mandó una última orden: “Quemar las banderas, desarmar los cañones y
embestir valerosos hasta derramar la última gota de nuestra sangre por España, por los
Tercios”.
»Llegó el amanecer del día de nuestra Purísima Concepción y el milagro se obró. Las
aguas se congelaron y los navíos rebeldes replegaron. —Sancho disfrutaba ya de aquel
relato, el dolor y el temor habían quedado ya olvidados y daban paso al valor y la gloria
de los españoles—. Decían los rebeldes al pasar con sus navíos rio abajo, y en lengua
castellana, que no era posible, sino que Dios fuera español, pues había usado con ellos un
gran milagro.
—El milagro de Empel —bautizó el cardenal.
—Y, ¿qué aconteció después? —preguntó el callado Greco absorbido por tan emotivo
relato.
—Permítanme que marche, debo sellar ciertos papeles de vuesa merced y mandar redactar
la toma de mando de una compañía a caballo. —El ilustrísimo cardenal arzobispo de
Toledo se levantó y ofreció a los presentes la oportunidad de quedar en la sala—. Busque
lugar en el que pasar la noche y adecentar sus ropas y aspecto, diga que pagará sus
servicios don Gaspar de Quiroga, cardenal arzobispo de Toledo, y al alba prepare sus
enseres para regresar en mi compañía a Madrid.
—Sea con Dios y agradecido quedo, ilustrísimo cardenal —dijo Sancho levantándose de
la silla. Esperó a que don Gaspar marchara para retomar su relato—. En la madrugada,
los hombres que quedamos embarcamos en las pleytas y tomamos camino hacia el fortín
rebelde, mas no hubo batalla, ya que los rebeldes corrieron para salvar la vida.
Aquel que llamaban Doménikos agarró su copa y la alzó frente a Sancho, quien hizo lo
propio y brindó por lo relatado. Solo le quedaba aquella noche, en la mañana regresaría a
Flandes, a la cabeza de una honrosa compañía de arcabuceros a caballo y jamás regresaría
para ver el lienzo acabado del que pasaría a la posteridad como “El entierro del conde de
Orgaz” y del que, entre los rostros pintados, uno recordaría a aquel capitán de los Tercios
que con valentía luchó y vivió el milagro de Empel.


Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Esta web funciona gracias a WordPress.com.

A %d blogueros les gusta esto: