ADELANTO: El pacto de las flores

CAPITULO I

Liliane, ese es mi nombre, por favor, no lo olviden. Un día formé parte de esas jóvenes herederas, venidas de alta cuna, que serían elegidas para formar parte de una élite sagrada preparada para liderar el reino. Una muchacha con una terrible historia que contar; pero, para ello, debo empezar narrando la historia de la que fue mi mejor amiga: Violeta. Contar como una mala elección en un inocente juego cambió su vida y, quizás, juntas descubramos que todo el mundo tiene un pasado, que nadie es quién dice ser y que nuestro mundo nunca fue el que creímos que era.

—¡Señorita Violeta!

Unos golpes suaves, pero firmes, sobresaltaron a Violeta que dormía como un lechón recién nacido. Sin darle tiempo a responder, la puerta se abrió dando paso a una muchacha algo mayor que ella que le sonreía recatada.

—Buenos días, señorita —saludó la doncella. Se acercó hasta los grandes ventanales y corrió sin mayor miramiento las cortinas. Una tenue luz ingresó en la estancia. El día estaba nublado para disgusto de Violeta, no auguraba nada bueno que la mañana despertara con semejante clima—. Su madre ha ordenado que baje con diligencia a desayunar.

—Por Dios, María, dígale que me niego.

—Vamos, señorita. Hoy es un gran día para usted —dijo María con ilusión contenida. Era una joven que había sido elegida para servir en una de las grandes familias de Edetania y, para ser sinceros, la suerte le había acompañado. La gratitud y benevolencia de los Alcázar era más que reconocida por las gentes de la ciudad y alrededores.

—¿Así lo crees, María?

—Por supuesto que sí. —La doncella preparaba las ropas de su joven dama con agilidad y gran esmero—. Hoy es el primer día del final de una etapa y, cuando menos lo espere, descubrirá que este arduo camino no ha sido más que un viaje —sonrió—. Un viaje cuyo destino se encuentra en la élite donde, al fin, las mujeres tienen cabida.

—¡Exagerada!

—No, señorita. ¿Sabe cuántas muchachas querrían estar hoy en su lugar? ¿Cuántas mujeres habrían querido obtener una oportunidad como la suya? ¿Cuántas niñas no verán cumplir sus sueños de tener un trabajo liberal como cualquier hombre? —María se sentó con cuidado a los pies de la cama y miró como una madre miraría a su hija—. Señorita, usted quiere ser periodista y vivir tantas aventuras como la tinta de su pluma le permita. Haga realidad ese sueño por las que jamás podremos realizar el nuestro.

—Oh, María. —Violeta se incorporó y se acercó hasta su doncella, a la cual quería casi como a una hermana, la abrazó y suspiró—. ¿Qué haré en esa academia sin ti?

—Vivir. —Fue su única respuesta.

Violeta dejó que María obrara su magia y pronto se vio vestida y peinada.

—¡María Violeta Alcázar y Morillo, baja ahora mismo! —ordenó su madre desde el piso de abajo.

La señora Beatriz siempre me había parecido una mujer feliz por naturaleza, encantada de vivir su vida. Le gustaban las compras, los bailes que la alta sociedad organizaba con asiduidad y las reuniones de café y pastas con otras mujeres de la nobleza y la burguesía acomodada. Una mujer que, a simple vista, pudiera parecer banal y totalmente ajena a las realidades de la vida.

María se había adelantado a su joven dama para dar aviso a la señora Beatriz de que su hija bajaría a la mayor brevedad de la que fuera capaz.

—Ya bajo, madre —dijo Violeta en lo alto de la escalera.

La entrada y hall principal siempre había sido motivo de ostentación en aquella casa. Era una escalera majestuosa que siempre me había encantado. Sus escalones y barandilla estaban hechos de madera de roble macizo y, los barrotes que la sujetaban eran de un mármol oscuro, con virutas más claras que simulaban pequeñas columnas dóricas. A unos cinco metros del pie de la escalera, se encontraba la puerta principal de la casa custodiada, en su interior, por dos grandes plantas de origen africano. Medían unos ciento veinte centímetros cada una, eran muy originales gracias a sus curiosas y lustrosas hojas verde oscuro y con dos líneas plateadas que corrían desde la base hasta la punta.

Desde la puerta y frente a la escalera, se dividía la casa en dos grandes estancias que la señora Beatriz separó con gran gusto al comprar la casa. Hacia la izquierda, estaba la zona en la que los invitados disfrutaban de su estancia en el hogar de los Alcázar. Y, a la derecha, las estancias familiares como el salón, el gran comedor y demás habitaciones.

—Buenos días, cariño —saludó Beatriz efusiva y, tremendamente, afectiva. Para otros quizás fuera una sorpresa, dada la actitud que había tenido apenas unos instantes antes, pero para la familia Alcázar y el servicio, era más que habitual.

La mesa del comedor estaba dispuesta con gran exquisitez, no era de extrañar en aquella casa repleta de ostentación, aunque no desmesurada. Todas las casas de las familias poderosas solían embellecer sus mesas con platos bien elegidos, cocinados y tastados por las mejores cocineras de la ciudad. Allí, ante la mirada de Violeta, se disponían platos a rebosar de pequeños croissants de mantequilla, bollos, fruta troceada y, la especialidad de la tierra, fartons y horchata.

—¿Te gusta? —preguntó Beatriz al ver que su hija no probaba ni un solo bocado.

—Claro que sí, madre. Solo me preguntaba cuántos comensales e invitados tendríamos hoy en el desayuno.

—¡No seas tonta, querida! Todo este despliegue de manjares es para ti, Violeta. No todos los días tu hija promociona al último curso en la academia para señoritas “Valentia”.

—Buenos días, madre. —Alberto, el primogénito de los Alcázar ingresaba en el comedor—. Buenos días, hermanita.

—Buenos días, hermano.

—Madre, ¿cuántos invitados vendrán a desayunar?

—¡Por Dios! Sois idénticos.

Violeta rio y se sentó frente a su hermano dispuesta a tomar, por fin, el desayuno que ya le servía una de las doncellas. Por su parte, Alberto se desabrochaba la parte superior de la camisa y posaba la servilleta de lino en su regazo. Tenía los ojos aguamarina, señal inequívoca de pertenecer a los Alcázar de Edetania. Todas las muchachas suspiraban por él, incluida yo. Sin embargo, él no tenía ojos para nada que no fueran sus cachivaches, tuercas y tornillos. Por desgracia para él, sus padres tenían otro futuro en mente.

—Buenos días, hijos míos. —Su padre les sorprendió apareciendo de la nada, tan sigiloso como una pantera que acecha a una presa. Se acercó hasta su esposa y besó su mejilla para después sentarse en la mesa en el lugar de especial relevancia, como corresponde a cualquier cabeza de familia—. Alberto, prepárate y cámbiate esas ropas de pordiosero, hoy me acompañarás al trabajo.

Violeta observó a su hermano. No le hizo falta que éste dijera nada para saber que aquella jornada no tendría el mismo efecto en él que el que se esperaba que tuviera en ella.

—¿A qué hora vendrá el carruaje a recogerte? —preguntó Miguel, su padre.

—Albergo la esperanza que pronto, padre.

—Muy bien y, ¿cuándo viajaréis hacia Valentia?

—No lo sé con seguridad, padre.

—Deberás darte prisa en vestirte, peinarte y estar presentable —intervino Beatriz, quien se sentaba en ese preciso instante. Aquella era su única preocupación: que su hija causara una muy buena impresión. Aun recuerdo cuando nos sermoneaba en reiteradas ocasiones con la misma frase: “La gente se fija en cómo actúas, querida, cómo vas vestida pues, si creas una buena primera impresión, tendrás las puertas siempre abiertas”.

—Por supuesto, madre.

Violeta no separó la mirada de su plato. Estaba nerviosa y, por qué no decirlo, temerosa de aquel futuro incierto. Ni siquiera vio como su hermano le ofrecía el último croissant de mantequilla como muestra de apoyo.

—¿Tienes todo el equipaje preparado? —le preguntó.

—¿Perdón?

Alberto sonrió.

—Que si tienes todo el equipaje preparado —repitió.

—Sí. Sí, por supuesto —respondió Violeta visiblemente más animada—. Están los dos baúles preparados y una bolsa con ropas para cambiarme tras la inauguración.

—Muy bien —intervino el señor Alcázar a pesar de no dirigirles la mirada y mantener ésta en cuánto hubiera descrito en el diario que traía entre las manos—. Deberías tomar ejemplo de tu hermana. Es organizada, estudiosa y responsable, virtudes que, en tu caso, están cayendo en decadencia.

—Vaya, hombre, por Dios. Y comenzaba el día fuerte…

—Tranquilo, hermano, yo creo en ti. —Violeta miró a su hermano, se levantó y, con una expresión dividida entre la nostalgia y la ilusión, se despedía—. Será mejor que suba y repase el equipaje, me bañen y preparen.

—Buena suerte, hija —dijo el señor Alcázar.

Violeta miró de nuevo a su hermano. No hicieron falta palabras, ambos conocían a la perfección el parecer del otro.

Subió de nuevo por las espectaculares escaleras para dirigirse, después, hasta su habitación. Aunque el aire le faltaba por diversas razones que yo conocía bien, quiso ocupar su mente, sus pensamientos, comprobando el equipaje. Cada objeto o prenda tenía su lugar específico. Algunos dirían que era una maniática empedernida, yo entre ellos, pero la realidad era que ese orden extremo conseguía descubrir hasta la más irrisoria falta.

Revisado todos y cada uno de los bultos que llevaría al internado se sentó sobre la cama y observó, como si fuera la última vez, su habitación. Cuando su mirada se posó sobre el escritorio, un doloroso recuerdo llamó su atención. Se acercó hasta él y cogió con manos temblorosas aquella imagen en colores sepia. En ella, cuatro muchachas reían cogidas de las manos como si nada ni nadie pudiera separarlas jamás. Qué equivocadas estaban…

Guardó la fotografía en su bolsa de mano justo al tiempo que María ingresaba en la habitación con toallas.

—Le prepararé el baño, señorita.

—Muchísimas gracias, mi querida María. Sé que lo digo mucho, muchísimo, pero no sé qué haré sin ti.

—Y yo le repito, que aquí estaré cuando regrese.

Violeta sonrió agradecida y se dejó caer de espaldas en el mullido colchón y sintió, bajo su peso, el increíble y cálido tacto de las sábanas de algodón. Cerró los ojos y estiró los brazos sobre su cabeza. Con la punta de los dedos tocó el peluche que aguardaba paciente en el lecho. Volteó su cuerpo y se encaró frente al muñeco. Era un osito de peluche, recuerdo de su tía María Teresa, de su último viaje a Londres. Al parecer, era un icono para los infantes de ese reino. Lo observó con nostalgia y recordó las risas y los abrazos que ya no volverían por culpa de aquella pandemia que asoló el reino. Muchos fallecieron, otros sobrevivieron con secuelas terribles que aun pagaban sin terminar de saldar su deuda.

Cogió el osito. Era suave, tanto como el primer día. Vestía un gracioso chaleco burdeos cuyos botones simulaban tuercas de engranaje y, en su cabecita, una chistera adornada con unas pequeñas gafas de aviador. Sonrió para sí, aquel atuendo era casi idéntico al que solía vestir su hermano. “Quizás debiera haberle regalado este pequeño amigo a Alberto”, pensó. —Señorita, el baño está ya listo —anunció María.

—Hija mía, estás preciosa.

La madre de Violeta no podía ser más dichosa al ver como su hija descendía por las escaleras con un hermoso vestido de moaré verde, adornado con óvalos de raso rodeados por una preciosa puntilla negra. El delantero de la falda estaba guarnecido por estos óvalos que subían en disminución hacia el cuerpo para luego bajar por los costados rodeando todo el bajo de la falda. El sombrero era una verdadera obra de arte en terciopelo negro, que se veía más alegre gracias a los encajes y hojas verdes que en él se entrelazaban.

Alberto le ofreció su mano en el último escalón.

—Espero que este viaje que hoy emprendes sea el inicio de una vertiginosa carrera hasta las más altas esferas del periodismo.

—Muchísimas gracias, hermano —respondió Violeta.

El joven volteó la mano de su hermana para depositar sobre su palma un pequeño objeto que, al apartar de nuevo la mano y dejarlo al descubierto, hipnotizó a Violeta. Se trataba de una curiosa mariposa de metal. El cuerpo estaba hecho con vainas recogidas en las viejas trincheras de la última guerra por la corona del reino, las alas eran preciosas láminas de cobre que había adornado con grabados tan sutiles que solo podían verse cuándo éstas estaban desplegadas y, las patitas y las antenas eran alambres de algún cachivache estropeado.

—Acaríciala —dijo Alberto.

Violeta no dudó un instante y rozó con cuidado el lomo del pequeño insecto de metal. La mariposa no tardó en reaccionar. Sus alas se desplegaron y comenzaron a moverse con rapidez hasta alzar el vuelo y, ante el asombro de los presentes, sus ojos brillaron.

—¿Cómo puede ser? —preguntó Violeta con verdadera curiosidad.

—Verás, he añadido unas pequeñas bobinas a su interior capaces de recibir la energía que ofrecen las alas al moverse.

—Increíble. Muchísimas gracias, Alberto. La guardaré como un tesoro.

—Toma. Te falta esto.

—¿Qué es?

—Una base de energía eólica y solar para recargar la mariposa.

Violeta abrazó con fuerza a su hermano y al oído le susurró:

—En mi cama hay cierto amigo que quiero que cuides y que esconde la llave de mis secretos que a ti confío.

—Vamos, vamos. No seáis tan melodramáticos —intervino la señora Alcázar—. Querida, por favor, escribe una misiva en cuanto estés instalada en la Academia.

—Por supuesto, madre.

Se despidió de todos y cada uno de los miembros de la familia, incluso de su querida María. El cochero la acompañó de la mano hasta llegar al carruaje de la familia. Un coche de cuerpo pequeño y una única puerta y ventana. El interior estaba tapizado en terciopelo granate y solo contaba con un único asiento doble a favor de la dirección. Violeta observó el vapor que desprendía la enorme caldera, señal de que había sido alimentada con leños con cierta antelación. Subió a la caja y se acomodó en el asiento. Escuchó como los cilindros de vapor se movían arriba y abajo alternándose el uno con el otro para accionar la rueda dentada que activaría, al fin, el movimiento. Miró por la pequeña ventana hacia la puerta de su hogar. Tan solo su hermano y María permanecían en pie agitando su mano en despedida. Violeta les sonrió, aunque no estaba segura de que le vieran desde aquella distancia, y corrió las cortinas. Miró a la pequeña mariposa que aun guardaba entre sus manos, la acarició, el insecto voló y sus ojos se humedecieron.

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Una respuesta a “ADELANTO: El pacto de las flores”

  1. Desde ya me siento parte de esta obra, leída la sinopsis y este primer capítulo, más habiendo leído otros libros de la autora, solo espero el momento de darle continuidad a El Pacto de las flores. Enhorabuena Mireia Giménez Higón. Felicidades.

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